Llevo al rededor de dos años y unos meses consumiendo cannabis. De hecho la había probado por allá en el 2001 en un paseo a una finca, y de nuevo más tarde con una amiga, en el parque del Periodista, una noche cualquiera. Ninguna de las dos ocasiones me enganchó y en ninguna de las dos tuve la intensión de volver a consumirla. Solo fueron episodios.
Ya siendo padre de familia, tuve ocasión de compartir con alguien muy cercano que ya consumía, y al explicarme (porro en mano) que la planta era milenaria, natural – contándome sobre canabinoides, neuroprotectores, investigaciones, epilepsia, y un largo etcétera de las cosas beneficiosas que tiene la planta y al poder, en persona constatarlo, tome la decisión de ahondar mucho más en el tema.
El ojo vigilante de mi esposa, siempre atento, me advertía de tanto en tanto, tal vez me adentraría en aguas turbulentas y no lo podría manejar. Ambos crecimos en hogares tradicionales y conservadores y los miedos, estaban aún a la orden del día. Sin embargo continué con el propósito. En el calor del día a día y siendo consiente de que todo en la vida debe tener límites y reglas para funcionar bien, el consumo de cannabis vino a complementar muchas cosas en mi vida, en mi salud y en mi autoconocimiento que fueron evidencia suficiente para que las preocupaciones de mi esposa (y porqué no decirlo) y las mías, fueran desapareciendo.
Pero que pasa cuando hay algunas personitas involucradas en la ecuación? Cuando hay hijos en toda esta dinámica es un poco más difícil y de cuidado. Socialmente el consumo de cannabis aún sigue siendo mirado con el rabillo del ojo y en las instituciones educativas de nuestro entorno mezclan información sobre alucinógenos, alcaloides, psicotrópicos y tráfico de drogas en un mismo crisol, generando una receta perfecta para que nuestros hijos se informen por medio del miedo y la desconfianza sin saber a ciencia cierta diferenciar algunos temas cruciales como la salud o el impacto social de las sustancias de las que se hablan en los recintos educativos.
Durante todo este tiempo en que he consumido, he aprendido sobre las posibilidades del cannabis y he aplicado en mi vida muchas de las cosas que nos hace bien. En conjunto con mi esposa hemos pensado que la mejor forma de darle a conocer a nuestros hijos todo esto es darle naturalidad al tema. Ya en nuestra casa hablamos de la planta, los porros, el THC, las “trabas” y muchos otros temas, sin sentirnos incómodos. Sabemos que la dignificación viene de la mano con la normalización y si en nuestro discurso diario decimos que un buen porro es como una buena copa de vino, debe tener el mismo tratamiento.
Hablar naturalmente del cannabis mientras vamos ganándole terreno a la desinformación a la que se ven enfrentados nuestros hijos (y en general muchos de nuestros allegados) es una estrategia ganadora para fomentar la cultura y al mismo tiempo crear un ambiente de confianza en nuestras relaciones, sin tabúes ni verdades a medias. Existen temas como el sexo, el consumo de alcohol, y otros tantos que ya están inmersos en nuestras vidas y merecen el mismo trato y la misma claridad que el cannabis al interior de las familias.
También somos consientes de los procesos que deben respetarse, como el consumo desde los 20 o 21 años, el autocultivo (que muy pronto lo estaremos implementando en nuestra casa), el respeto por los espacios de los otros, los diferentes gustos, el pensamiento crítico desde el conocimiento y no desde el desconocimiento y el prejuicio. Como en muchas otras familias existen reglas y normas, a medida que nuestra vida va evolucionando, también crearemos y pondremos en practica nuestras reglas de convivencia al rededor del cannabis.
Desde la orilla de Identidad Cannábica nos gustaría también conocer otras experiencias, otros puntos de vista de personas que consumen, que se relacionan a diario con el cannabis y que nos cuenten que experiencias han tenido con sus padres, hermanos o familiares que consumen y como es la dinámica de la convivencia al rededor en cada panorama.